Una de las preguntas centrales de la filosofía moral es ¿cuándo estamos justificados a no hacerle un bien a alguien? Es decir, si sabemos que hay algo que podemos hacer y que le haría un bien a alguien (entendido este “alguien” en un sentido suficientemente amplio para cubrir tanto a individuos como colectividades, tanto a humanos como a otras especies, tanto a nosotros mismos como a otros), ¿debemos hacerlo? ¿o hay ocasiones y circunstancias en las cuales podemos rehusarnos sin cometer ninguna falta moral de ningún tipo?
Por principio de cuentas existen las posiciones extremas altruista –– nunca –– y egoísta –– siempre –– y es importante tenerlas en cuenta aunque la discusión filosófica comúnmente se da en los puntos medios, es decir, entre quienes piensan que sí hay algunas ocasiones en las cuales podemos moralmente no hacer algo a sabiendas de que hacerlo le haría un bien a alguien. Dejando a un lado consideraciones muy generales y abstractas, como si realmente estamos seguros de que lo que haremos le hará bien a la persona (la cuestión epistemológica) y de si efectivamente podemos hacerlo (la cuestión ontológica), a la pregunta de cuando podemos hacerlo, la respuesta común es depende y diferentes tradiciones y posiciones han propuesto diferentes factores que afectan si debemos o no hacer este bien u otro: hay quienes piensan que depende del esfuerzo y de lo que tendríamos que sacrificar, especialmente en proporción al bien que haríamos; otros piensan que depende de quien es la persona a la que le haríamos el bien y qué relación tenemos con ella (no es lo mismo hacerle un bien a un extraño que a un familiar cercano, piensan muchos); o depende de cómo reaccionará la persona a la que hacemos el bien (si es una persona ingrata o agradecida, si lo tomará. mal, pese a ser un bien, etc.), si al hacer este bien hacemos imposible o más difícil que se haga otro bien mayor (por ejemplo, si hacemos imposible el que la persona en cuestión se procure ella misma ese bien), etc. Todos los criterios, tan controvertidos unos como los otros pues, recordemos, todos ellos buscan justificar el que (por lo menos algunas veces) no le hagamos bien a alguien, pese a estar en nuestras manos.
Pongamos un ejemplo. Sabemos muy bien los efectos positivos de un halago. En este momento, estés en donde estes, estoy seguro que si volteas a la persona de a lado y le haces un halago genuino y sincero, le estarás haciendo un bien. No importa si es un extraño o la persona más cercana a tu vida, el halago probablemente le caerá muy bien. Sabemos esto y, sin embargo, no lo hacemos. No nos la pasamos halagando a toda la gente, todo el tiempo. La pregunta, obviamente es ¿por qué? No solamente nos hacemos la pregunta descriptiva de qué causa que no lo hagamos, sino también la pregunta normativa de si, además, no deberíamos hacerlo, o si está bien que no lo hagamos. Y si deberíamos hacerlo, ¿qué podemos hacer para que mas gente o haga? Pero, sobre todo, la pregunta filosófica es, independientemente de a qué conclusión leguemos sobre si debiéramos o no halagados los unos a los otros constantemente, ¿a qué criterios podemos apelar para justificar nuestra respuesta?
Recientemente, se ha añadido a la lista de posible criterios relevantes el preguntarnos si el rehusarnos a hacer dicho bien no forma parte de un patron de rehusamientos [sí, la RAE dice que ésa es la palabra adecuada] que muestre algún prejuicio o contribuya la marginalización de cierto tipo de personas. En otras palabras, en últimos años ha crecido el número de filósofxs que han llamado atención ala dimensión política de esta pregunta moral.